8 de diciembre de 2016

Un cuento de no Navidad











Voy a poner otro de los... ¿cuentos? ¿capítulos? ¿textos? que componen este libro de Claire-Louise Bennett del que hablaba la otra vez, cuando lo estaba traduciendo. Ahora ya está publicado y anda solo por la vida, oh fruto de mi estar clavada en la silla día y noche. La cosa es que me gusta mucho cómo quedó. Si lo notan raro es porque es raro. Cada una de esas explosiones sintácticas requirió arduas decisiones de traducción. Después de charlar un poquito con la autora, mis decisiones apuntaron a respetar la rareza. Bueno, terminaron las aclaraciones. Con ustedes, Claire-Louise.






Asunto terminado

Los vientos de por acá habían armado una tormenta tan extraordinaria que llegó a las noticias de la población vecina y así fue que una mañana me despertaron las indagaciones de mi familia, de mi padre para ser precisa, sobre cómo lo estaba llevando. Dije que de hecho estaba muy a gusto, lo cual no era exagerado, y agregué que como mi casa está encajada en un hueco queda razonablemente protegida y totalmente a salvo. Después dije que a veces me inquieta que pueda caerle un árbol encima porque no quise tranquilizar demasiado a mi padre y de ese modo prescindir por completo de su preocupación. Por supuesto le pregunté cómo estaba todo por allá y me dijo que había estado muy ventoso, solo eso. Me levanté a las cinco y media, dijo, lo cual no era muy sorprendente para ninguno de los dos porque sus hijos nuevos son sumamente jóvenes y en efecto me dijo que en ese mismo momento la niña se estaba comiendo un hombrecito de jengibre. Un rato después, o tal vez fue la tarde siguiente, salí a la puerta y de manera similar al método del ostrero que picotea la orilla me fui agachando aquí y allá para levantar diversos palitos y ramas que se habían desprendido durante la tormenta – que duró, con intermitencias, una semana según calculo.
            En esta época del año es difícil saber cuánto duran las cosas y es por eso que me encargo de intervenir a veces, como cuando, solo dos días después de Navidad, alegué que ya era suficiente y retiré en el acto la decoración. No tenía árbol, solo algunas cosas dispuestas sobre la repisa de la chimenea, acebo y eso, pero como es una repisa grande resulta muy central y por lo tanto muy notoria y yo la había armado particularmente resplandeciente y al principio estaba muy contenta con cómo había quedado. Sin embargo, pronto se volvió opresiva y hasta el propio acebo me pareció casi maligno, pinchando la habitación con su escalofriante manera de hacer contacto con el aire, no, no me gustaba ni un poquito así que pasó una semana y fue todo desmontado en un segundo. El acebo lo tiré directamente al fuego de la chimenea, y era un fuego pequeño porque todo esto sucedió incluso antes del desayuno y por lo tanto las llamas jóvenes e impacientes enloquecieron con el acebo, consumiéndolo tan bien, tan agradablemente – de hecho me encantó y empecé a meter una rama tras otra aunque las llamas se estaban poniendo realmente muy altas y brillantes y el acebo resollaba y crujía tan fuerte. Muy bien, sufre, pensé, vete al infierno – y las llamas brotaron aun más altas y brillantes produciendo un estrépito jubiloso y magnífico. Muere quemado y vete al infierno y que cada una de las cosas retorcidas y dañinas con las que impregnabas la habitación se vayan contigo, y en efecto a medida que se quemaba pude sentir que el ambiente se iba iluminando. No voy a volver a hacerlo, pensé, no voy a volver a meter esto en casa. Y recordé el vago recelo que había sentido cuando el hombre me sacó la plata de la mano y levantó un manojo de ramitos espinosos para que yo de algún modo los tomara a cambio. Parado ahí con ese tridente horrible, mientras su hijo maniobraba una mano pequeña dentro de una nefasta bolsa con cambio. Toda la cosa resultaba deslucida y recuerdo que en el momento tuve cierta sensación de que debería irme sin comprar nada pero después situé la causa de ese sentimiento irresoluto en una zona mía donde se superponen abominablemente el esnobismo y la superstición y me reprendí por ser tan fantasiosa y afectada – ¿qué eres, una especie de condesa tensa?, pensé – claro que no, así que deséales suerte y retírate. Y me fui, zarandeándome calle abajo, aunque a pesar de mis anacrónicos sentimientos de compasión y repulsión tenía muy claro que había sucumbido a algo con lo que no me sentía del todo cómoda y fue tal vez en ese momento que el primer par de ojos rojos empezó a abrirse y me observó con un desprecio inmemorial.
            Los palitos, por si se lo estaban preguntando, prenden muy bien y me pareció una buena idea juntar muchos antes de que cayera alguna lluvia y los volviera húmedos y menos predispuestos a combustionar. Además era algo lindo de hacer – ir así por el sendero de la entrada, levantando palitos, era algo lindo de hacer. Dos o tres veces entré y deposité manojos de palitos en la canasta que está frente a la biblioteca más baja. Seguramente ya era de tarde para entonces y el ambiente sin duda se había iluminado, todo volvía a ser bueno y lindo gracias a esa maravillosa y palpitante laboriosidad que mantiene todo animado e incluido. Me refiero en particular a los pájaros, claro, que como es natural siempre estuvieron. Durante esos dos días que decorosamente se le ceden a la Navidad, cada vez que los miraba por la ventana no era lo mismo que cuando los miro otros días, y así, aunque solo había hecho lo que consideraba lo mínimo indispensable, reconocí que probablemente este año no debería haber participado de las supuestas fiestas, ni en el grado más básico. Y en todo caso, lo haces o no lo haces – lo único que había logrado provocar con mi jugueteo reticente era una sutil pero inquietante distorsión. Hay que tener lazos gráficos con un mediano grado de realidad, me parece, para que algo como la Navidad pueda funcionar porque si no solo parece rara y un poco acusatoria y uno se siente turbulento y extrínseco y lo único que quiere es que toda la cosa retroceda y se desplome dentro de su caótico sobre de terciopelo y se arrastre cuesta abajo.

            Sin la menor duda este año me escoltaba Krampus, y cuando miré mis hermosos palitos tan prolijamente acomodados en la canasta frente a la biblioteca más baja me pareció, y no por primera vez, de hecho como en una especie de lapsus, que no cuento con la más remota idea de cómo proceder para hacer un hechizo. Solo di algunas palabras, dije, mientras los palitos se queman, pero no debía ser para nada así y en todo caso qué palabras diría y estoy segura de que como mínimo de vez en cuando deberían rimar y soy malísima para inventar rimas. En realidad no importa porque es asunto terminado y ahora ya no quedan rastros de nada. Además, claro, nunca tengo necesidad de estar perdiendo el tiempo con palitos, versos y cantos puesto que mi técnica para hacer avanzar las cosas a esta altura ya está muy desarrollada. Soy muy sofisticada en todo tipo de sentido, como verán, y casi nunca necesito afligirme por nada. En efecto, ya no profundizo demasiado en las cosas – de manera que cuando me pregunten, y me van a preguntar, cómo fue todo, y si tuve un lindo día, diré que fue muy bien, gracias, en efecto tuve un día precioso. Así solo tal vez suene un poco apagado y bien podría considerarse evasivo y podría, por lo tanto, malinterpretarse, de modo que haré mi parte y diré algunas palabras tentadoras sobre la cena propiamente – comimos faisán, voy a decir. Uno por persona. Envuelto en espesos riachuelos de panceta veteada y todo decorado con unas grosellas deliciosamente ácidas y rezumantes. Ay, qué rico, dirán, ¿estaba rico? Ay, sí, diré, no estaba mal – más que nada tierno, pero tal vez algo soso en algunas partes. ¿En serio?, dirán, ¿lo volverías a hacer? Claro, diré, claro que lo volvería a hacer. Aunque la próxima vez lo voy a preparar un poco diferente. La próxima vez le voy a quebrar el espinazo al muy hijo de puta y lo voy a hacer en la sartén.